jueves, 3 de abril de 2014

Saluda del párroco, mes de abril 2014

Queridos amigos:
Este mes es el de la Pascua. Pero previamente pasaremos por la Semana Santa. Les invito a reflexionar sobre una palabra, una expresión de Jesús en la cruz, que pienso es el momento de mayor sufrimiento de Jesús: sentirse, verse, abandonado por el Padre y ahí lanza ese gran grito: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
Nosotros lo podemos ver enlazado con una experiencia muy nuestra, pues si existe una realidad misteriosa en nuestra vida, es el dolor. Quisiéramos evitarlo pero, antes o después, llega siempre. Desde un banal dolor de cabeza que parece envenenar las acciones cotidianas más sencillas, al disgusto por un hijo que emprende un camino equivocado; desde el fracaso en el trabajo, al accidente en la carretera que se nos lleva a un amigo o a un familiar; desde la humillación por un examen suspendido, a la angustia por las guerras, el terrorismo, los desastres ambientales…
Ante el dolor nos sentimos impotentes. A menudo el que está a nuestro lado y nos quiere, tampoco es capaz de ayudarnos a resolverlo; y sin embargo, a veces nos basta que alguien lo comparta con nosotros, quizás con su silencio.
Esto fue lo que hizo Jesús: vino para estar al lado de cada hombre, de cada mujer, hasta compartirlo todo con nosotros. Más aún: asumió cada dolor nuestro y se hizo dolor con nosotros hasta gritar: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”
Había vivido su breve vida en un constante acto de donación a todos: había curado a los enfermos y resucitado a los muertos, había multiplicado los panes y perdonado los pecados, había pronunciado palabras de sabiduría y de vida.
Y todavía, en la cruz, perdona a sus verdugos, abre el paraíso al ladrón y finalmente nos da su cuerpo y su sangre, después de habérnoslos dado en la Eucaristía. Y grita: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”.
Pero Jesús no se deja vencer por el dolor. Como por alquimia divina, lo transforma en amor, en vida. De hecho, precisamente cuando parece que experimenta la infinita lejanía del Padre, con un esfuerzo enorme e inimaginable cree en su amor y se abandona totalmente a Él: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”.
Restablece la unidad entre el cielo y la tierra, nos abre las puertas del Reino de los Cielos, nos hace plenamente hijos de Dios y hermanos entre nosotros.
Es el misterio de muerte y vida que vamos a celebrar en estos días de Pascua, de resurrección. Es el mismo misterio que experimentó plenamente María, la primera discípula de Jesús. Ella también, a los pies de la cruz, estuvo llamada a “perder” lo más precioso que tenía: su hijo Dios. Pero, en aquel momento, precisamente porque acepta el plan de Dios, se convierte en Madre de muchos hijos, Madre nuestra.
“¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”.

Unido,
P. Juan Miguel cmf.

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